lunes, 11 de enero de 2010

Robo en la playa (ficciones)



Me despierto en la playa, con la boca entreabierta y una circunvalación de baba dando fe sobre la toalla de que el sueño ha sido reparador.

Noto frío y echo mano al bolso.
Cojo el jersey con mala espina, porque sé ya que me falta algo.
No está la cartera.
No tengo tarjeta de crédito, ni DNI, ni carné de conducir, ni ningún documento que me acredite como residente de la civilización occidental. Me asusto. Si estuviera en Moscú, tendría un grave problema (al menos hace 10 años, uno tenía que portar un documento que acreditase su procedencia y dónde iba a pasar la noche).

Las llaves también han volado.
No tengo suelto para llamar a nadie. No tengo tampoco teléfono móvil y las dos cabinas de teléfono más cercanas están chamuscadas por una gracia de Fin de Año.

De hecho, no conozco a nadie, porque estoy de vacaciones. En un apartamento medio destartalado pero cuco cuya recepcionista está, un martes a las cinco de la tarde, tomando el café en su casa.

Hasta mañana nada.
Y mientras tanto, ¿qué?

¿Qué hacer cuando a una le quitan las cosas de plástico que le dan dinero, comunicación y caché humano?.
La gente no se fia de una indocumentada. Y no sé a qué viene tanta suspicacia.

Tengo el pelo revuelto. Lleno de salitre. Las canas ganan el pulso a las mechas. Con un poco de esfuerzo podría hacerme tuco/rastas.

Ah, no.
Que no importa.
Lo del pelo es lo de menos. Acabo de descubrir que tengo el jersey, pero me han desaparecido la parte superior del bikini y toda mi ropa.

Soy una mujer en bragas y con jersey.
Seguro que me hacen caso.
Pienso en Inocente, Inocente y me entran ganas de maldecir.

¿Qué hacer?

Ni las cholas me han respetado.
No hay nadie más en la playa. El sol es una pulga rosa.

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