
Regatillas y barquillos a primera hora del domingo, oiga. Con un sol que pica lo mismo que un latigo de 8 puntas, y un Arrecife precioso bajo un cielo con nubes deshilachadas.
Y las ensaladillas rusas (con o sin pimiento, si acaso con menos gambas por la crisis), con el punto de frío justo para ser enmoldadas en un taper (tupperware en el americano original); y los niños encremándose, y las latas de cerveza zambullendose en un mar de cubitos de hielo, y el flotador, y la toalla, y la cañapapescar y la abuela y las cartas y hasta el cafecito que no falte... Y un peatón, en Arrecife, se pregunta qué hace la playita del Castillo de San Gabriel sin media alma que la disfrute. Qué hace con tantas piedras y con tanto olor a orina espontánea y carnavalera por las esquinas... Y acto seguido mira uno hacia el Club Náutico, y frunce el ceño porque le interrumpe el paseo por la Marina.
Suspiro.

Y por la tarde, para ejercer de arrecifeño, el que suspiraba hace un punto y aparte, encuentra un rincón del que nadie parece haberse apercibido. Tiene un banquito de piedra, hecho a medida de juglares, princesas cortejadas o Baudelaires del tres al cuarto. Precioso. Con un laurel de indias que da sombra y teletransporta a otros mundos.
Un chico, de rasgos orientales (el suspirador no puede precisar su procedencia) camina al lado de ese parquito medieval - el Ramírez Cerdá, por si no se habían dado cuenta - y lo usa como capazo de sus enfados. Lleva una bolsa del Hiperdino toda llena de migas de pan. La comida que no han querido los peces. Está enfadado con el mundo. Y bastante, a juzgar por cómo sacude los rosales a su paso.
Cuando el chinijo amoscado ya ha pasado, la rosa parece reponerse, mascullar algo feo y luego relajar el gesto del pétalo para decir: "Hombre, por lo menos se ha dado cuenta de que existo. A ver si el próximo que pase se limita a olerme".

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